Puerta
de Hierro, un hospital con mucho músculo.
El
pasado lunes estuve en el hospital Puerta de hierro de Majadahonda. Entré
tranquila, según las instrucciones tenía que subir al segundo piso y buscar un extraño
número de consulta, pero no parecía complicado… ¡ilusa! Lo primero que encontré
fue un enorme vestíbulo con floristería a la izquierda, y gente sentada, y
alelada, mirando una pantalla, tuve la extraña sensación de que me había equivocado,
aquéllo comercial. Me dirigí hacia la izquierda, a la deriva, sin saber muy
bien hacia donde me encaminaba. Pregunté, me dijeron que tenía que coger un
ascensor, lo cogí, y fui a parar donde no era, un médico me indicó la dirección
correcta, tenía que volver al ascensor, bajar y seguir otro itinerario. Lo
intenté. Subí unas escaleras mecánicas y pasé por una cafetería de lo más fina,
decididamente me había equivocado, estaba en la terminal de un aeropuerto,
volví a preguntar, seguí las instrucciones y… nada, otro tiro por la culata.
Otro médico de lo más amable, compadecido, me llevó hasta la misma puerta de mi
destino, supongo que le parecí una especie de Wendy en el hospital del los
viejos perdidos. Le pregunté qué genio había diseñado tremendo hospital, divino
de la muerte para la paz y el sosiego de los enfermos y respondió sonriente: alguien que no es médico. Antes de
entrar, por fin, al quirófano tuve que meter mi ropa en una taquilla de
supermercado e introducir un euro en la ranura. Ese hospital huele a dinero,
mucho dinero, el que pusimos los contribuyentes para su construcción, y el que
se están llevando crudo los privados que ahora lo gestionan, les imagino
haciendo balance: A ver, que ha sido hoy… cuatrocientos mil de biopsias,
doscientos mil de escayolas, un millón de extirpaciones varias… y del resultado
me quitas el 20% para quien tú y toda España sabe. Salí con agujetas, pero
contenta, al menos ese día no tenía que hacer pilates. Ahora, que más contentos
estaban los gestores del monstruo, dos kilómetros más allá aún se oían sus
carcajadas.