miércoles, 15 de julio de 2015

Más historias del tren

La mujer, que habla un idioma del este sin identificar, se sienta frente a mí con el teléfono pegado a la oreja. Me echo a temblar. Por un cúmulo de experiencias aterradoras anteriores temo la verborrea que se me viene encima: miles de palabras, letras y más letras enganchadas unas a otras como serpentinas interminables. Con los años he descubierto que el silencio desenreda las telarañas del sueño suavemente, sin dolor. El silencio y la lectura concentrada en el tren, camino al trabajo, son placeres sencillos y baratos que me gusta disfrutar. No tengo derecho a reclamarlos en un lugar público, pero eso no resta un gramo fastidio. 
No es fácil afrontar la jornada laboral, ejecutar un trabajo miserable sujeto a un contrato trampa que ha suprimido las vacaciones, el derecho a enfermar... y cobrar; y si me apuras a pensar, que pronto será declarada actividad peligrosa. Es complicado, en fin, mantener la calma ante la rapacidad empresarial española. Así que decido disculpar a la mujer, que sin duda acude al trabajo, cierro el libro y miro por la ventanilla, la verborrea matutina de una mujer solitaria, comparada con la voracidad de los jefes sabandija, es un pecado venial.
Pero... ¡Oh sorpresa! La mujer de enfrente solo responde con palabras cortas y espaciadas al interlocutor invisible. Su rostro refleja resignación, boquea como pez fuera del agua, intenta colocar alguna palabra, pero solo de tarde en tarde lo consigue. Así que sigo leyendo, hasta que una idea se perfila en los márgenes de la novela. Testigo mudo de parrafadas que duraban lo que un trayecto Villalba Chamartín, me preguntaba con quién demonios estaría hablando la compañera de asiento. Monólogos imposibles sin hueco para colocar una palabra, ni de canto. Observo como la mujer se encoge, cierra los ojos y se recuesta en el asiento. El teléfono, sobre su falda, sigue hablando. Ella es la que escucha. Al fin he descubierto a la interlocutora paciente.

domingo, 19 de abril de 2015

El cetro y la ventanilla

Ella se apresura a subir al vagón, suavemente, con un quiebro corporal casi imperceptible, sortea varias personas para sentarse junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, frente al amanecer. Saca del bolso un libro forrado con papel de estraza, que protege y oculta a otros ojos lo que ella lee. Acto seguido vuelve a meter las manos en el bolso y aparece entre ellas un sobre blanco del que extrae unos folios grapados. Descarta el libro, que devuelve a la oscura prisión que lo contenía y se aplica a la lectura de los folios fotocopiados. La media melena oculta la parte de su rostro que linda con la ventanilla. El tren avanza, la luz roja del sol naciente sube en intensidad, pero ella sigue concentrada en la lectura de lo que parecen unas fotocopias del Boletín Oficial del Estado.
Su rostro hermético y suave a la vez, no muestra ningún sentimiento, ni frío ni calor, sueño, fastidio, o interés por lo que lee, ni siquiera cuando el sol pega un brinco, se sitúa en medio de la ventanilla y tiñe su rostro de color anaranjado, gira la cabeza hacia el paisaje. Leyes, normas, decretos, cifras, letra oficial, absorben su atención. Está llegando a destino, deduzco, guarda los folios en el sobre y el sobre el bolso, junto al pobre libro desdeñado. Supongo que ahora que el tren va a detenerse mirará, por fin, a través del cristal, aunque no sea más que para confirmar que ha llegado. No lo hace. Se levanta y abandona el tren sin haber haber dirigido una sola mirada a nada ni a nadie. ¿Será la ventanilla un símbolo de poder viajero, como el cetro lo es para el rey o el escaño para un político? Una vez alcanzado deja de tener interés el significado del logro. Solo importa el beneficio propio, el símbolo es solo estatus alcanzado, lo que marca la frontera entre ellos, y los otros.