Primer
día. Fumo un cigarrillo en la terraza y cuento tres banderas rojas y amarillas pegadas
en el edificio de enfrente, doy un calada al pitillo y me giro hacia las torres
de Chamartín, cubiertas por una sucia bruma de la que espero no ser culpable,
ya que un tiempo acá que cada vez que enciendo un cigarro me siento responsable
de todos los males que en el mundo acontecen.
Varios
días después, las banderas han aumentado de forma pasmosa, todos los edificios
que alcanza mi vista lucen banderas en sus balcones y terrazas a discreción.
Caigo en la cuenta de que la selección española ganó un partido no sé cuándo, y
me tranquilizo, no es un ataque de patriotismo radical, no, se debe al deporte
nacional, ese del que tanto disfruta el poder que emana del pueblo y para el
pueblo, y cuanto más disfruta el pueblo viendo correr a una panda de millonetis
por un campo verde, más tranquilo está el poder porque su pueblo disfruta.
Pasan
dos o tres días más, es difícil llevar la cuenta cuando tu trabajo es tan
monótono y mal pagado que procuras pasar de puntillas por el calendario para no
caer en la desesperación. Salgo de nuevo a la terraza y verifico que el patriotismo ha
crecido exponencial y desmesuradamente, igual son términos redundantes, pero
como soy una obrera sin estudios tengo disculpa, no como otros...
Ahora
las banderas, banderolas y banderines de España, comprados en los chinos,
además de ondear en las terrazas lo hacen en los coches, en las farolas, en las
camisetas, e incluso en los rostros de la gente… que debe haberse vuelto loca. No
encuentro otra explicación, ya que cuanto más se entusiasman ellos, más ganan
los directivos, los jugadores, las novias de los jugadores, uno que pasaba por
allí, el político de turno que pasa unos días relajado más feliz que una perdiz…
Pues
bien amigos, mientras el pueblo se entusiasma por sucesos tan pequeños, encuentro
en la esquina de una revista de ocio un pequeño comentario que llama mi
atención y me produce escalofríos, ya que mientras lo pequeño se magnifica, y
se repite, y está en todos los medios y conversaciones, lo grande se hace cada
vez más pequeño se abarata, se malvende y se arrincona: En un mercado de
Madrid, se ha inaugurado un comercio que vende los libros al peso, más concretamente,
a 10€ el kilo ¿Cuánto pesa la novela “el Idiota” de Dostoievski?, por nombrar un
clásico, pongamos que 200 gramos, pues
por 2€ lo tienes, cuesta lo mismo que un café con porras. Sí ya se que el café
con porras está muy bueno, pero amigos, leer a Dostoievski te hace más
inteligente, y encima no engorda.
CONTINUARÁ.
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