domingo, 15 de enero de 2012

Jefes invisibles.

Barcelona 1980. Tras varias entrevistas fallidas encuentro trabajo en un restaurante italiano próximo a la pensión en que me hospedaba. Un tipo apático me contrata para una suplencia de dos meses. Nunca había trabajado en hostelería y jamás olvidaré mi primer día. El jefe desaparece tras cantarme cuatro normas y me quedo sola, el restaurante se llena de repente y me tiemblan hasta las pestañas. Los platos se amontonaban en el Office y yo no acertaba ni una: sirvo tortellini al que pidió lasaña, milanesas al que pedía pizza y pan al que no había pedido nada, en el ir y venir corriendo de un lado a otro derramo la ensalada sobre el delantal del cocinero, que a esas alturas tenía la cara más verde que un cogollo de Tudela, y para completar el desastre regalé, involuntariamente, una ronda de cervezas a un grupo de guiris.
Cuando estaba a punto de cumplirse el primer mes apareció al fin, el jefe. Me costó reconocerle después de un mes. Venía solo para darme el finiquito, de palabra, ya que se abstuvo de colaborar con mi vida laboral, de ese trabajo solo queda un rastro: en mi memoria.

Es cierto que aquél fue un caso puntual ya que los jefes solían estar muy presentes, e incluso con tendencia omnipotente en la mayoría de los casos.

No como ahora que por lo general no sabes ni quienes son, que podría ser un alivio, pero no.

Tras la bicoca de una formación selectiva y no remunerada, subvencionada por algún ente europeo que no conoces, pero que pagas con tus impuestos, pierdes tres días o una semana en hacer que aprendes cosas que ya sabes, por el módico precio de un abono-transporte a tu cargo y a fondo perdido. La suerte está en manos del RRHH por lo que procuras caerles simpática sin perder la dignidad. Si atinas con el tono no pierdes la inversión y entras a formar parte de una legión de subcontratados por subcontrata que a su vez subcontrató una parte contratante que no sabes muy bien quien es y más te vale, a veces, no seguir tirando del hilo, no vaya a salir el tampón, perdón, tapón, que tapa trabajos que apestan.

No sabes exactamente quien te está pagando el jornal, solo conoces a un par de intermediarios que te piden rendimiento excelente x sueldo miserable = a frustración perpetua. Operación tan exacta como la prueba del nueve.

Pero no me quejo, comprendo que te dan lo que pueden, lo poco que tú produces tiene que repartirse entre tantos… aunque a veces, solo a veces, me siento como un modesto manojo de acelgas marchitado de mano en mano de intermediario, y si al menos el sobo fuera… placentero, pero no.

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