Cuando estaba a
punto de cumplirse el primer mes apareció al fin, el jefe. Me costó reconocerle
después de un mes. Venía solo para darme el finiquito, de palabra, ya que se abstuvo
de colaborar con mi vida laboral, de ese trabajo solo queda un rastro: en mi
memoria.
Es cierto que aquél
fue un caso puntual ya que los jefes solían estar muy presentes, e incluso con
tendencia omnipotente en la mayoría de los casos.
No como ahora que
por lo general no sabes ni quienes son, que podría ser un alivio, pero no.
Tras la bicoca de
una formación selectiva y no remunerada, subvencionada
por algún ente europeo que no conoces, pero que pagas con tus impuestos,
pierdes tres días o una semana en hacer que aprendes cosas que ya sabes, por el
módico precio de un abono-transporte a tu cargo y a fondo perdido. La suerte
está en manos del RRHH por lo que procuras caerles simpática sin perder la
dignidad. Si atinas con el tono no pierdes la inversión y entras a formar parte
de una legión de subcontratados por subcontrata que a su vez subcontrató una
parte contratante que no sabes muy bien quien es y más te vale, a veces, no
seguir tirando del hilo, no vaya a salir el tampón, perdón, tapón, que tapa
trabajos que apestan.
No sabes
exactamente quien te está pagando el jornal, solo conoces a un par de
intermediarios que te piden rendimiento excelente x sueldo miserable = a
frustración perpetua. Operación tan exacta como la prueba del nueve.
Pero no me quejo,
comprendo que te dan lo que pueden, lo poco que tú produces tiene que
repartirse entre tantos… aunque a veces, solo a veces, me siento como un modesto
manojo de acelgas marchitado de mano en mano de intermediario, y si al menos el
sobo fuera… placentero, pero no.
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