La
mujer, que habla un idioma del este sin identificar, se sienta frente
a mí con el teléfono pegado a la oreja. Me echo a temblar. Por un
cúmulo de experiencias aterradoras anteriores temo la verborrea que
se me viene encima: miles de palabras, letras y más letras
enganchadas unas a otras como serpentinas interminables. Con los años
he descubierto que el silencio desenreda las telarañas del sueño
suavemente, sin dolor. El silencio y la lectura concentrada en el
tren, camino al trabajo, son placeres sencillos y baratos que me
gusta disfrutar. No tengo derecho a reclamarlos en un lugar público,
pero eso no resta un gramo fastidio.
No
es fácil afrontar la jornada laboral, ejecutar un trabajo miserable
sujeto a un contrato trampa que ha suprimido las vacaciones, el
derecho a enfermar... y cobrar; y si me apuras a pensar, que pronto
será declarada actividad peligrosa. Es complicado, en fin, mantener
la calma ante la rapacidad empresarial española. Así que decido
disculpar a la mujer, que sin duda acude al trabajo, cierro el libro
y miro por la ventanilla, la verborrea matutina de una mujer
solitaria, comparada con la voracidad de los jefes sabandija, es un
pecado venial.
Pero...
¡Oh sorpresa! La mujer de enfrente solo responde con palabras cortas
y espaciadas al interlocutor invisible. Su rostro refleja
resignación, boquea como pez fuera del agua, intenta colocar alguna
palabra, pero solo de tarde en tarde lo consigue. Así que sigo
leyendo, hasta que una idea se perfila en los márgenes de la novela.
Testigo mudo de parrafadas que duraban lo que un trayecto Villalba
Chamartín, me preguntaba con quién demonios estaría hablando la
compañera de asiento. Monólogos imposibles sin hueco para colocar
una palabra, ni de canto. Observo como la mujer se encoge, cierra los
ojos y se recuesta en el asiento. El teléfono, sobre su falda, sigue
hablando. Ella es la que escucha. Al fin he descubierto a la
interlocutora paciente.
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